jueves, 8 de mayo de 2008

Compañera de degustaciones

Digamos que las grandes fiestas, a pesar de su exuberante oferta de manjares (no poca cosa, para tan golosa dama) no eran algo que la entusiasmara. La gente se portaba de manera muy impredecible y le molestaba tener que estar siempre alerta. Si tuviera que apresurar una opinión, diría que le tenían asco. No se podía sentir culpable de que la naturaleza se hubiese olvidado de ella a la hora de repartir belleza; además, en estas fiestas se encontraban especímenes de todo tipo y calibre, podía haber pasado inadvertida. Pero lo cierto era que la gente la despreciaba.

Su madre solía decirle al respecto:

_Y bueno querida, debes hacer lo que todos hacen. Come y regresa a casa. Tal vez no tengas la gracia de una mariposa, pero tampoco picas como el mosquito.

Ella no estaba muy de acuerdo con las comparaciones de su madre, pero no podía exigir mucho a una mujer que vivió toda una vida de intenso trabajo, con la única y gran preocupación de alimentarse ella y a su familia; así que no emitía mayores comentarios al respecto.

Yo estaba invitado a aquella fiesta, y al aproximarme a la mesa, la vi en un rincón, junto a quién supuse era su madre. Quedé por un tiempo observándola, y sentí que compartíamos la misma sensación. No nos sentíamos parte de esa multitud. Logró así aislarme y sumergirme en otro universo. En otra dimensión, dónde los objetos y las personas cambiaban de tamaño y perdían su forma habitual. Las imágenes se multiplicaban, así como las sensaciones. Nos miramos fijamente y comencé a seguirla. Me percaté que era una conocedora de la buena cocina. Iba de una bandeja a la otra, pero manteniendo un orden determinado y cada bocado que elegía parecía haberlo previamente leído en mi mente. Yo habría elegido exactamente lo mismo. Observándola me di cuenta, que tal vez sus modales no eran los más adecuados para comer en público y que probablemente fuera ese el motivo por el cual causaba tanta repulsión. Pero generalmente en este tipo de fiestas, los modales de las personas dejan mucho que desear. Además, estaban todos tan inmersos en sus relaciones públicas, por lo que nadie se percataba de mi acompañante.

La velada transcurrió en silencio. No había nada de que hablar; no se podía, y menos aún con la boca llena. Nos dedicamos a degustar casi todos los platos. Compañera golosa si la hubiera, pero muy selectiva.

En un borde de la mesa se detuvo para tomar un respiro, cuando de la nada, surgió una servilleta con forma de garrote que impactó sobre ella como un meteorito. Y se escuchó la voz del aquel gordito, victorioso...: _¡Pácate, otra mosca menos!

Aquella noche de remolinos...

La noche caía a pedazos, sobre la tarde que agonizaba encima de las tupidas acacias, aburridas de verme defraudando a mis dos piernas, que al igual que dos columnas del Partenón, yacían desde el mediodía apoyadas contra una silla, bajo la mesa.

Solo el pasaje de alguna brisa de otoño, que se entrelazaba entre ellas, las hacía sacudirse ocasionalmente. Habían perdido prácticamente razón de ser… de existir. No había lugar a donde ir, ya que todo estaba allí sobre esa mesa, dentro de esa cocina. El Universo físico y empírico, en su totalidad, era aquella mesa. Lo demás, era el éter.

Una mesa redonda de pino, lustrada en tinta clara, cuyas vetas se convertían en renglones de cuadernos escritos hacía ya un tiempo, durante décadas de viajes cósmicos. Siglos de escucha infatigables, de laberintos de preguntas y acertijos, que se revolvían en un caldero de sensaciones, memorias, sentimientos y conocimientos; macerando lentamente esta pócima artífice del génesis de mi identidad.

No había existido lo anecdótico, lo banal, lo superfluo, lo desechable. Hasta la mosca en el vaso y la gota de lluvia en el vidrio del reloj; todo era un conjunto de notas imprescindibles para esta sinfonía que había comenzado y que había sido escrita, quién sabe cómo, en lo más recóndito de las nebulosas de mi ser. Había estado no sé cuanto tiempo ni de cuál dimensión, recogiendo flores, que hoy semillas pujaban por germinar.

En lo que pareció un sarpullido atómico, comenzaron a brotar entre mis manos, raíces por doquier. De mi garganta y por todos los poros de mi piel. El estallido fue tal, que se asomó la Luna a verme, tímida, protegiéndose tras la penumbra del ocaso. Me sonrió... Me mostró su larga cabellera negra, adornada de polvo de oro, plata y esmeraldas. Y montando un cometa se marchó a buscar al Sol, para que diera energía vital a los brotes de mi alma.

¡Brotaban..! Una tras otra, las semillas iban gestando brazos que se estiraban en busca de la luz, que no demoraría en aparecer.

El Sol me encontró dormido. La mejilla sobre mi mano casi incrustada dentro de la tapa mesa. La puerta abierta, el mate frío y la ropa de ayer, aún puesta.

Mirando desconfiado me preguntó: _¿ Quién eres?_

_¡Soy yo! _ Exclamé, encandilado por su presencia.-

_Diferente te siento, y por mi resplandor no te veo._ -Y se elevó un poco más, para observarme mejor. Y entrecerrando un ojo, volvió a preguntar: _¿ Y quien soy yo.?

_Eres el Sol-itario generador de vida. Vinculado a la Sol-edad, por estar siempre Sol-o. Y es que, Sol-amente puedes generar vida, en tu Sol-itario espacio. Sol-emne siempre serás. Sol-úble en el frío y en la oscuridad, Sol-tando colóres por doquier. Sol-ucionas la incertidumbre de la noche, mostrando los caminos al amanecer. Por amor a la vida, Sol-icitaré por siempre, tu amistad.

_¡Eres tú! - Exclamó riendo.

Entibió mi rostro con un beso de abuelo, se alzó con inclinación de otoño y prosiguió su rutina diaria.., cantando.