Digamos que las grandes fiestas, a pesar de su exuberante oferta de manjares (no poca cosa, para tan golosa dama) no eran algo que la entusiasmara. La gente se portaba de manera muy impredecible y le molestaba tener que estar siempre alerta. Si tuviera que apresurar una opinión, diría que le tenían asco. No se podía sentir culpable de que la naturaleza se hubiese olvidado de ella a la hora de repartir belleza; además, en estas fiestas se encontraban especímenes de todo tipo y calibre, podía haber pasado inadvertida. Pero lo cierto era que la gente la despreciaba.
Su madre solía decirle al respecto:
_Y bueno querida, debes hacer lo que todos hacen. Come y regresa a casa. Tal vez no tengas la gracia de una mariposa, pero tampoco picas como el mosquito.
Ella no estaba muy de acuerdo con las comparaciones de su madre, pero no podía exigir mucho a una mujer que vivió toda una vida de intenso trabajo, con la única y gran preocupación de alimentarse ella y a su familia; así que no emitía mayores comentarios al respecto.
Yo estaba invitado a aquella fiesta, y al aproximarme a la mesa, la vi en un rincón, junto a quién supuse era su madre. Quedé por un tiempo observándola, y sentí que compartíamos la misma sensación. No nos sentíamos parte de esa multitud. Logró así aislarme y sumergirme en otro universo. En otra dimensión, dónde los objetos y las personas cambiaban de tamaño y perdían su forma habitual. Las imágenes se multiplicaban, así como las sensaciones. Nos miramos fijamente y comencé a seguirla. Me percaté que era una conocedora de la buena cocina. Iba de una bandeja a la otra, pero manteniendo un orden determinado y cada bocado que elegía parecía haberlo previamente leído en mi mente. Yo habría elegido exactamente lo mismo. Observándola me di cuenta, que tal vez sus modales no eran los más adecuados para comer en público y que probablemente fuera ese el motivo por el cual causaba tanta repulsión. Pero generalmente en este tipo de fiestas, los modales de las personas dejan mucho que desear. Además, estaban todos tan inmersos en sus relaciones públicas, por lo que nadie se percataba de mi acompañante.
La velada transcurrió en silencio. No había nada de que hablar; no se podía, y menos aún con la boca llena. Nos dedicamos a degustar casi todos los platos. Compañera golosa si la hubiera, pero muy selectiva.
En un borde de la mesa se detuvo para tomar un respiro, cuando de la nada, surgió una servilleta con forma de garrote que impactó sobre ella como un meteorito. Y se escuchó la voz del aquel gordito, victorioso...: _¡Pácate, otra mosca menos!