martes, 17 de julio de 2012

La Tía Alberta

Minutos antes de embarcar procuró calmar su ansiedad en un intento por ordenar sus pensamientos. La infalible duda, que se asemeja a una epidemia en todos los viajantes, invadió su mente... ¿No me estaré olvidando de algo, no? El pasaje lo tenía en la mano junto a la tarjeta de embarque. La maquina de fotos estaba en el bolso de mano. La chaqueta no la llevaría puesta ya que no hacía frío, así que la llevaba atada al bolso. El dinero lo había distribuido dentro del cinturón, que tenía un bolsillo interno con cierre y que había comprado especialmente para la ocasión. La dirección de la tía Alberta en Huelva y la dirección del hotel en Madrid, las había anotado en su diario íntimo, el cual llevaba siempre en su cartera. 

El hotel lo había reservado con anticipación, puesto que debía esperar hasta la mañana siguiente de su llegada a Madrid, para abordar el tren que la llevaría hasta Huelva. Habían pasado cuatro meses desde la visita de Alberta, que viajó para asistir a la fiesta que organizaron sus padres cuando ella se recibió de Medico Pediatra. En esa oportunidad, Alberta se ocupó de anotarle con lujo de detalles el itinerario que debía seguir para llegar de Madrid hasta Huelva. 

¡Hija, mira quienes vinieron a saludarte!

El aviso de la madre la trajo de nuevo al bullicio del aeropuerto. 
Miró hacia la puerta de acceso a la terminal y en ese segundo, todo el sacrificio de diez años de dedicación, quedó enterrado bajo el velo del olvido. Once, de los treinta y cuatro niños a los que ella ayudaba a asistir en su trabajo, llegaron para despedirla. Eran los once que podían ser trasladados y que venían junto a Pablo y Ana, sus compañeros de trabajo. Ellos se ocuparon de alquilar una camioneta para llegar hasta el aeropuerto. Algunos con sus sillas de ruedas y otros con sus muletas, se fueron acercando a ella para saludarla con un beso. 
Cada uno a su manera y en su propio idioma, le deseaba la mejor de las suertes. Arturo, un chico con síndrome de Dawn, luego de darle un fuerte abrazo le entregó una hoja de papel diciéndole:
_Los que no pudieron venir, te mandan esto. Te quieren mucho.
Para el resto de los acompañantes que contemplaban la escena, era una hoja de cuaderno llena de rayas de todos colores, con formas y garabatos ilegibles. Para ella, era la declaración de amor más profunda que pudo recibir. Reconocía cada línea o color, y leía, percibiendo el carácter del trazo, el mensaje de cada uno de ellos. Identificaba a todos los chicos que había participado en la carta y sabía, que cada uno le había enviado un mensaje de amor y felicidad. Algunos con la mano, otros con la boca, y hasta Tatita, que nació sin manos, le estampó algo detrás de la hoja de papel. 


Durante el tiempo en que estuvo rodeada por todos los chicos y a pesar de faltarle minutos para embarcar, pudo dedicarle a cada uno, el tiempo suficiente para saludarlos y contestarle con detenimiento cada pregunta que le hacían. 
La madre se dirigió a Ana diciéndole:

¡Que barbaridad! Traer a todos estos chicos hasta aquí. ¡Que responsabilidad! ¿No les bastó con la fiestita de despedida del otro día?

_Lo que sucede -Le contestó Ana- es que los chicos por alguna mágica razón, viajan junto con ella. Aquellos que la conocemos sabemos que desde niña, siempre tuvo dos sueños que quería realizar. Recibirse de médico, y viajar a conocer la tierra de sus abuelos en Huelva. Y bien sabes que la fuerza de su deseo era tal, que todos los integrantes de la familia se comprometieron a regalarle el viaje cuando se recibiera de medico, a sabiendas que era su mayor anhelo . Este último sueño lo trasmitió también a los chicos, que están tan felices, como si fuesen ellos los que se van de viaje. En un primer momento con Pablo pensamos lo mismo que tu. Pero fue tal la insistencia de ellos, que nos fue imposible negarnos. Sabes..., una de las cosas más difíciles de lograr es estimular a estos niños y tu hija lo logró, compartiendo con ellos su sueño. No podíamos dejar de traerlos.



_Ahora te entiendo. –Dijo la madre, mirando orgullosa a su hija-.

Recordó cuando comenzó a trabajar en esa ONG para niños discapacitados. Fue un aviso que recogió de la cartelera de la facultad, cursando el primer año de la carrera. El horario le permitía asistir a las clases sin problemas y la paga, era suficiente para solventarse los estudios. Nadie sospechaba en ese momento que el contacto con la realidad de esos chicos, la llevaría a tomar la decisión de especializarse en pediatría. Con su gran sensibilidad y dulzura, lograba dialogar con los chicos y motivarlos. Y la suavidad de sus manos, les hacía olvidar la aspereza de su diario vivir. Una comunión que ella había comprendido, duraría toda su vida.
La hora de la partida llegó, y luego de varias rondas de abrazos y recomendaciones, desapareció detrás de la puerta de embarque. Pasó inmediatamente al avión, puesto que luego de saludar de a uno a los chicos, llegó con el último aviso para embarcar. Una vez acomodada en su asiento se dedicó únicamente a disfrutar de cada momento y de cada situación, como tantas veces lo había soñado. A medida que la ansiedad disminuía, y se apoderaba de ella el cansancio, recordaba las veces que pensó en la posibilidad de no llegar a realizar ese viaje. Hubo días que había sentido todo el peso del Universo sobre sus hombros y el agotamiento, había podido más que sus sueños. Entonces, llegaba a su casa y comenzaba a ver las fotos que le había dejado la tía Alberta. Algunas un poco más viejas, la de sus abuelos, y no le hacía falta estar mucho tiempo contemplándolas, que inmediatamente comenzaba a volar de nuevo. Pensaba en la ropa que debía llevar, el tiempo que podía quedarse y así, sin darse cuenta, retomaba los libros para seguir estudiando.

Cuando la azafata anunció el aterrizaje en Barajas, un cosquilleo le subió por los tobillos y las manos comenzaron a sudar sin parar. Tomó su bolso, siguió la fila de pasajeros. Realizó los trámites en migración. Esperó la llegada de su equipaje y salió del aeropuerto en busca de un taxi que la llevara hasta el hotel.

Recién dentro del Taxi respiró Madrid. Aquella que tantas veces había soñado y visto en fotografías, hoy la podía sentir, oler y tocar. Aún así, no podía creer que estaba allí. No podía dejar de mirar a su alrededor y deleitarse con aquello que sentía. Por momentos, le cruzaba por la mente la imagen que diseño durante años, de ella, subiendo las escaleras del avión con una blusa negra. ¡Pero al mirarse, se daba cuenta que traía una camisa azul! Y cuando intentaba comprender, una Avenida, una plaza, un monumento.... Algo se le cruzaba en el camino y la distraía. 
Llegó al hotel, subió a su habitación y lo primero que hizo, fue abrir la ventana. Ahora sí, sola y tranquila, dejó que el llanto le ayudara a descomprimir tanta alegría. ¡Era cierto! ¡Estaba en España! ¡Sí, era cierto también, que era médico pediatra! Su corazón llenó la habitación del hotel y comenzó, a través de la ventana, a respirar su Madrid. Lo absorbía todo, devoraba cada rincón que podía ver desde el noveno piso y se apoderaba de él como se apodera de la cinta de meta un maratonista. Ya no más incertidumbres en su vida, ahora, el mundo le pertenecía.
Llamó a la tía Alberta por teléfono para avisarle que había llegado bien. Que el hotel era tal cual como ella se lo había descrito y que por más que estuviera a las afuera de la ciudad, había pedido al taxista que recorriera Madrid para poder verla. Que bajaría a cenar y se acostaría temprano, ya que mañana, debía estar a las siete de la mañana en la estación, para abordar el tren que Alberta le había indicado. Que había entendido, no iba directo a Huelva y debía realizar transbordos, por lo cual, quería descansar y estar despejada para no perderse detalle. Sabía que cualquier error en las estaciones, podía llevarla a abordar el tren equivocado y terminar en cualquier lugar de España. Y algo importante, era llegar a Huelva según lo acordado. Sabía que sus padres no estarían tranquilos hasta que no los llamara desde la casa de la tía Alberta.

A la mañana siguiente, ya en la estación, verifico el itinerario marcado por la tía con un funcionario de la cabina de información turística y tomó el tren a la hora indicada.
Se apresuró para encontrar un lugar cerca de la ventanilla, por el miedo de no llegar a ver el cartel que le indicara el nombre de la estación en la cual debía bajarse, para realizar el transbordo.
Se dio cuenta que todo lo que había podido imaginar, no se aproximaba en absoluto a toda la belleza que estaba viendo. Se sentía eufórica, emocionada, maravillada. Por momentos sonreía, se le empañaban los ojos de lágrimas. Luego tomaba el papel del itinerario la tía Alberta y repasaba el nombre de la estación del transbordo y el número del tren. Prestaba atención a las conversaciones de la gente que estaba sentada a su lado, y el acento madrileño, le causaba gracia. Volvía a sonreír y a empañar sus ojos...Aún no lograba recomponer su estado anímico.

Escuchó un silbato y percibió que el tren disminuía la velocidad. Se concentró en mirar por la ventanilla hasta poder ver el nombre de la estación a la que arribaba. Divisó un cartel que se aproximaba y en el mismo momento en que se aprestaba a leerlo, un fuerte resplandor hizo que el cartel desapareciera ante sus ojos. Aún hoy no se sabe si se desvaneció o perdió por completo el rastro de su cuerpo sin enterarse siquiera.

Los chicos del aeropuerto desprendidos del tiempo, hablan de ella como la eterna viajera... y tal vez así sea.

Los padres esperan el momento de reencontrarse con ella, tocar nuevamente su piel suave y acariciar sus blancas manos y tal vez, hasta decirle que no se había equivocado. Que no fue culpa de ella el no llegar jamás a Huelva. Que el cartel que se aproximaba, era el correcto, el que ella esperaba encontrar para realizar el transbordo. En el que lamentablemente debió leer, “Estación Atocha. Marzo, 11 de 2004”. Por más que ella, jamás lo entendiera…